lunes, 5 de mayo de 2008

En algo así me había convertido.

Una cigarra despistada rompía la quietud de la noche. Quizás su canto fuese un grito desesperado, porque mr. X tenía a su marido humeante entre los labios, mientras que introducía metódicamente un par de cartuchos de pólvora en su escopeta.

Pasó media hora. Nadie decía nada

- El campo está precioso en esta época del año, ¿no crees? – comenté, mientras me giraba hacia mi partenaire, al que sorprendí hurgándose lenta y profundamente la nariz, por lo que instintivamente volví la cara hacia el norte.

Había posibilidades de negocios. Grandes negocios. Como el truño que acababa de pisar con mis botas de piel de cocodrilo.

La matinal de caza se saldó con un perro lesionado por saltar salvajemente sobre una plancha de hierro que hacía las veces de puente en el valle, dos ampollas en el dedo gordo de mi pie, y un terreno de 45.000 m2 recalificado en plena primera línea de playa.

Dos meses más tarde me tuve que calzar las botas de nuevo, esta vez para realizar una ruta por el monte de 12 kilómetros, en dos equipos. Había que conquistar la bandera del otro equipo. Éramos doce por cada equipo, pertrechados con nuestras mochilas de camello (por no llamarlas camelbags, que personalmente me sonaba horrible), y nuestro rifle de balas de pintura.


Al final del día acabé suicidándome en pintura por no tener que compartir más tiempo ni andar más kilómetros con mr. X.